Siempre le he conocido con un brazo. Y no es que sea manco, sino que, tras ser atropellado por un camión mientras iba en bicicleta con treinta y tantos años, uno de sus brazos quedó casi inservible. Algo que no le impidió construirse su propia casa y guardar las 80.000 pesetas de indemnización para ahorrar.
A pesar de esta dificultad y otras como una operación de cadera y síntomas del Parkinson, siempre que considera necesario se gira en la cama para comprobar que su mujer está bien mientras duerme. Que respira. Y mientras tanto, ya si eso, como él dice, se “caga en la ostia” pensando en sus cosas. En los malos momentos que ha pasado y que puede pasar. En los que ya no están. Quizás eso explique sus decenas de cabezadas durante el día o que una vez se durmiera andando.
Él es Goyo, mi Yayo y tiene 87 años. Y últimamente me pasa como a él. No es que compruebe que mi pareja está durmiendo, ya que generalmente caigo antes que ella, sino que pienso mucho en las cosas. Una de ellas es un tema tabú y sobre el cuál los niños no suelen reflexionar por ignorancia, salvo superdotados como Joseba, de 35 años y soldador de profesión, quien en este reportaje afirmó que “Al contrario que otros chicos superdotados que optaban por aislarse, yo supe adaptarme. Pero preferí ponerme a trabajar y no me arrepiento porque vivo feliz. Siento alivio al mirar hacia atrás. Cuando mis compañeros de clase todavía se comían los mocos, me dio por reflexionar intensamente sobre la muerte”.
Por entonces, Joseba no tendría ni 10 años. Yo estoy a punto de cumplir 31 y quizás el paso del tiempo sea el culpable de que esté más sensibilizado con este tema. No por mí, ya que no la temo, sino por los que me rodean e incluso por personas que no conozco. Que se vayan de forma injusta. La conclusión, tras esos minutos de reflexión nocturna, suele ser que no hay nada que me haga más feliz si los míos también lo están. Y me pongo a pensar en cómo hacerlo: un buen plan, un chiste, un mensaje sin importancia, un ¡ey estoy aquí!
Creo que el secreto, al fin y al cabo, es no pasar desapercibido. Hacer ruido, pero sin tampoco ir de protagonista. Vivir momentos y experiencias no solo para recordarlos, sino para contarlos cuando esas personas ya no estén. Por ejemplo, algo que me hizo mucha ilusión fue que un periodista llamado Arturo, tras leer mi artículo sobre el accidente aéreo de Mejorada del Campo, contactara conmigo para pedir mi participación en un podcast de la Cadena Ser sobre este acontecimiento sucedido en 1983.
La semana que viene podré disfrutar del audio en el que me soy entrevistado, pero de momento ya he conseguido que el Diario El País publique una noticia con mi abuelo en la foto principal. Porque él también habló. No en vano, Goyo fue de los primeros en ir a la zona en la que perdieron la vida 183 personas. Algunas de ellas con historias sorprendentes como refleja el reportaje de Olafo, que aconsejo mucho escuchar.
¡183 personas! Basta allá de hablar de la muerte. Sin darme lo he vuelto a hacer y cuando pienso en ella, en determinadas situaciones me flojean las manos pero por motivos distintos a los de una persona cercana. Un caso extremadamente frustrante del que ya hablé en el post Movimiento.
Hablemos (tengo que hablar) de vivir. Disfrutemos. Como la semana que me espera desde hoy en Oropesa del Mar, lugar muy especial para mi al que llevo yendo casi desde que nací. Lugar en el que me espera mi Yayo desde este balcón. Un sitio para, si es necesario, cagarnos en la ostia. Pero juntos.