Uno de los inventos más importantes de la historia contemporánea es el avión. Gracias a los hermanos Wright, llevamos más de un siglo cumpliendo un sueño hasta entonces inalcanzable para el ser humano: volar. Volar como los pájaros, aunque como seres superiores a esa especie. Sin embargo, los últimos acontecimientos demuestran que, por lo que respecta a la aviación, somos tan vulnerables como los gorriones. No importa que esté demostrado que sea el medio de transporte más seguro (aunque ahora el tren lo ponga en duda), no importa que gracias a este aparato podamos conocer otros países y estrechar lazos con culturas distintas. Somos débiles y a veces nuestras vidas se ven truncadas por el fanatismo que lleva a unas personas a estrellar un avión contra unas torres, por un error humano que cuesta la vida de 181 personas en un pueblo de Madrid o por la depresión de un joven alemán que decide estrellar el aparato que copilota contra los Alpes.
El martes pasado subí a un avión con destino a Dublín. No importa que viajara con Ryanair ni que su nombre fuese el FR7257, porque afortunadamente no pasó nada y todos estos datos quedarán en el olvido. Pero al llegar a tierras irlandesas recibí un mensaje de mi madre: «Joder, que susto. Se ha estrellado un avión que ha salido de Barcelona esta mañana en los Alpes. No hay supervivientes. Madre mía, casi me da algo. Escribe». Al no tener WiFi ni datos recurrí al ya obsoleto SMS para tranquilizar a mi madre.
No logré comprender la magnitud del accidente hasta que vi las imágenes en una cafetería. Accidente que se convirtió en asesinato por parte del copiloto Andreas Lubitz, un joven alemán con un inquietante historial del que no voy a hablar, ya que de eso se encargan, y creo que demasiado, los medios de comunicación. Como dijo en un programa reciente Iker Jiménez en Milenio3, en situaciones así se da más importancia al asesino que a las víctimas. Efectivamente, nos puede el morbo, la conducta humana y el preguntarnos qué es lo que lleva a una persona a hacer algo así.
En mi caso, preferí despejarme y dar un paseo después de mi viaje a Irlanda por las extensas tierras de mi pueblo, Mejorada del Campo. Un lugar donde el 27 de noviembre de 1983, un Boeing 747 Jumbo de la compañía colombiana Avianca cayó envuelto en llamas en una pequeña vaguada tras rozar dos lomas montañosas, costando la vida de 181 personas. El destino quiso que entre los once supervivientes estuviera una familia completa. Y el destino quiso que un 29 de marzo de 2015, un grupo de mejoreños que en principio salía a buscar espárragos, encontrara restos del avión siniestrado que se creían totalmente recogidos. Entre ellos, estaba yo. La misma persona por la que su madre sintió un escalofrío.


Fue en un terreno poco accesible que estaba siendo preparado para la siembra. Quizás de trigo. Y entre las piedras, encontramos cristales de las ventanas del avión, pilas, restos de platos, manillas, partes del fuselaje y otras cosas con inscripciones que demuestran que, en su día, pertenecieron a un avión.
Lo que empezó siendo una apacible tarde de domingo para buscar espárragos, terminó con una excavación arqueológica improvisada. Siempre desde el respeto y recordando, no en mi caso pues nací en 1987, ese fatídico día en el pueblo. Cómo pedían ayuda por los altavoces a todos los habitantes, los problemas para acceder a la zona, las ambulancias, el desastre… pero también el silencio. Un silencio que recuerda muy bien Mariano, que estuvo en la zona en 1983 y en 2015. Un silencio que permanecerá para siempre en esa zona, pero que los mejoreños, y todos los demás, nos encargaremos de romper en palabras como estas para recordar a las víctimas. Y también, para decir a los hermanos Wright que no se equivocaron a pesar de todo.