Charlando –de nuevo- con mi pasado más dulce
Tres años después de soñar el abrazo más intenso de mi vida, vuelvo a escribir sobre el enigmático inconsciente para compartir uno de mis sueños, a buen seguro, más recordados y significativos. En un principio, me propuse investigar en la Casa del Libro y después en Internet. Pero no. Esto era una cosa entre él y yo. Y nace de una conversación, más bien sermón, que di a un crío el 9 de febrero de 2012.
Por entonces, sólo quería aconsejarle de cómo actuar en los próximos 20 años. De lo mucho que envidiaba su sonrisa despreocupada, su ignorancia pero facilidad para aprender y las sábanas de Oliver y Benji con las que, agotado de escucharme, terminé por arroparle y despedirme con un beso en la frente.
Pero ese niño, como ocurrió con el abrazo que tuve con una desconocida soñando, volvió hace unos días para darme una lección. Mejor dicho, volví a visitarle, aunque esta vez fue él quién me ayudó a mí. Era Diego, un bebé grande de 4 kilos vestido de azul y tumbado alegremente en el sofá del piso donde se crió, la Quinta San Fausto. Yo, a mis 26 años, me acerqué sigilosamente pero en seguida contacté con sus ojos marrones oscuros, su tierna sonrisa y cara despejada. Y cuando iba a hablar para retomar la conversación pendiente, simplemente me agarró del dedo índice.
Y me desperté tiritando. Diego, un bebé de apenas unos meses en 1987, me abrió los ojos. A veces no hace falta hablar, preguntarse las cosas o darle muchas vueltas a la cabeza. Basta con seguir tu instinto, pensar con el corazón y actuar. Tengo mucho que agradecerte amigo, porque ahora más que nunca sé que tienes la razón. Me lo diste todo sin pedirme nada a cambio. Y lo que es más increíble, descubrí que la supuesta desconocida a la que abracé en 2011 es simplemente una persona que me está esperando.