Hace unos meses fui al club de la comedia por primera vez. Uno de los animadores, antes de que comenzara el espectáculo, dijo entre risas: “Por favor, cuando alguno de los invitados esté en medio del monólogo, no digan ¡a mí también me pasa! o ¡eso me ha ocurrido a mí!”. Querido animador, eso es inevitable.

Los seres humanos, como los animales, necesitamos pertenecer a una comunidad o subsistema dentro del gran y complejo sistema en el que convivimos: la sociedad. Por eso, cuando compramos un periódico, queremos que nos digan lo que queremos leer (en mi caso, como periodista, no) y cuando votamos a un partido político queremos que actúe de acuerdo con nuestra ideología (o simplemente que actúe, porque hoy sólo contempla). En definitiva, buscamos una identidad no innata.

En un nuevo artículo de Lagunas del periodismo se expondrán las frases célebres más admiradas por este servidor. Con ellas, se pretende descubrir por qué están escritas en una sencilla y menuda libreta de pueriles cuadritos. Sirva como advertencia que se dará la misma enjundia a las palabras de conocidos pensadores, como a los consejos de personas anónimas o las reflexiones de un mendigo coprotagonista de La Sombra del Viento, obra maestra escrita por Carlos Ruíz Zafrón.

La Sombra del Viento

Esta libreta, tras un primer esbozo, contiene frases sueltas que han sido aunadas en tres categorías: periodismo, deseo y acción. La primera viene de la imperiosa necesidad de defender una profesión pública tan hermosa como imprescindible. Son palabras que proporcionan un atisbo de esperanza para los jóvenes y no tan jóvenes que decidieron dedicarse a informar a la población con la responsabilidad que conlleva. Por eso, al igual que un médico diagnostica una dolencia, enfermedad o afección e intenta explicárselo de la mejor forma posible al paciente, los periodistas hacen lo mismo con la información, que debe ser elaborada y enviada con la máxima precisión, coherencia y rapidez al público. Algo así como el plato de un cocinero profesional.

De esta forma, muchas profesiones están entrelazadas entre sí, pero ni los médicos son cocineros, ni los cocineros son periodistas ni los periodistas son médicos. Aunque los periodistas, en cierta medida, somos aprendices de todo y maestros de nada, según leí en uno de los escritos de Maruja Torres. Así que, “quienes creen que pueden suplantar al periodista podrían hacer el ejercicio simple de elaborar una noticia en el tiempo en que lo hacen los profesionales, para comprender que captar lo significativo, ordenar con criterio los datos, contextualizarlos y redactarlos de forma comprensible y atrayente es una tarea que requiere el saber del oficio” (José Luís Barberá. Diario El País. “Elogio del periodista”).

Libreta

Que nadie se enfade. Esto no significa que todas las personas, sean parados, amas de casa o estudiantes de 4º de la ESO, puedan tener un blog y mostrar públicamente el placer de escribir sus vivencias, noticias u obras de ciencia ficción. Y es que, como bien dejó escrito Aldous Huxley en Un Mundo feliz“Las palabras pueden ser como rayos X: si se emplean adecuadamente, pasan a través de todo. Las lees y te traspasan”. Sin embargo, fotografiar una pelea o a uno de los famosillos de turno, eso no es ser periodista, sino tener el material adecuado para ejercer tal oficio. Y todo, gracias a los atributos de las nuevas tecnologías que antes disponían unos pocos y ahora llegan a casi toda la población. “El periodismo ciudadano no existe”, me dijo un profesor en la facultad.

Me faltan dos categorías, pero iré directo a la acción. ¿O deseo ir a la acción? No lo sé. Las palabras del mendigo cooprotagonista de La Sombra del Viento me convencieron desde que las leí por primera vez: “El destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él” .

Recuerdo escuchar a Joan Manuel Serrat cantar eso de que «no hay nada más bello que lo que nunca he tenido» (Lucía) o defender, letra por letra, que «lo mejor de un beso es haberlo soñado», cita que escuché en la radio, un medio «capaz de hacer ver a los oídos». Pero son frases (las dos primeras) con las que no me identifico en esta época de la vida, donde predomina la incertidumbre laboral, una feroz competencia y un futuro incierto. Por eso, «prefiero pedir perdón a pedir permiso» (Jeremy Iron) y «no contar el tiempo, sino hacer que el tiempo cuente» (Anónimo).

Concluyo con un texto que podría tachar con tipex o subrayarlo con amarillo fosforito, publicarlo con Calibrí 6 o Verdana 48, hacer un llamamiento público para que se prohíba su circulación o tatuármelo directamente en la Espalda como Michael, el protagonista de Prison Break. Pero el portavoz de esta reflexión es otro actor, Bratt Pitt que a la vez es una creación imaginaria de Edward Norton (American History X) en una película basada en la novela de Chuck Palahniuk: El club de la lucha (1999).

El Club de la Lucha

En una de las escenas, Taylor Durden (Bratt Pitt), mientras mira desafiante a los ojos de los miembros del club, comenta con una seguridad insuperable: «Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine, o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados».

Ahora que me acuerdo, en la película no se mencionó ni una sola vez el nombre del protagonista (Edward Norton), aunque terminó encontrando su identidad no innata. Yo estoy buscando la mía, o al menos la estoy construyendo.