En una sociedad menesterosa, exigente y en la que se quiere todo y ya, se espera a una población dinámica, activa e inquieta ante las circunstancias que nos rodean. Pero en España no ocurre esto. El ciudadano español es capaz de halagar y admirar a los egipcios y tunecinos que han derrocado sin excesiva violencia y con una gran movilización a las dictaduras que los recluían desde hacía décadas, pero no encuentra capacidad de reacción ante un 40% de paro juvenil (superando con creces la media de la Unión Europea) o a la incompetencia de todos los políticos del país, por ejemplo.

Aunque no es lo mismo comparar una dictadura con la tasa de desempleo, cada territorio tiene sus propios problemas y es necesario salir del estado de confort y de la resignada apatía en la que se encuentran los españoles para preguntarse a qué dirección se dirigen y si se están haciendo bien las cosas.
Sin embargo, la prensa rosa, los deportes, el ocio, el consumismo y todo aquello que contribuya a la evasión de los problemas del hombre hace que este pensamiento no sea generalizado. En su día, ya hablé de esto en un artículo denominado “Periodismo”.
Con este escrito, lo que se intenta es buscar respuestas a los porqués de la incapacidad de los españoles para protestar, salir a la calle y, sin violencia, pedir explicaciones al Gobierno de turno por vender la moto de que se saldrá pronto de esta situación. Más que nunca es necesario dejar aflorar nuestros pensamientos, darles voz fuera de una cafetería o discusión entre amigos o compañeros de trabajo resentidos con la meta de no repetir el fracaso de la huelga general en septiembre de 2010, en la que se esperaba una gran afluencia de personas.
El espíritu revolucionario de este servidor viene de reportajes como la “Obsolescencia programada”, cuyo contenido no hace más que acrecentar mis dudas sobre el excesivo conformismo de los ciudadanos, manejables como robots e ignorantes como un bebé al que le queda todo por aprender (grupo en el que yo me incluyo). Es un tema controvertido en el que he podido profundizar en el curso de Marketing Relacional de MSL Formación. Y es que, como los productos, el hombre está programado para que su conocimiento e inquietud tenga una fecha de caducidad cada vez más prematura. De ahí al término de Obsolescencia programada.
La fuente principal de este artículo es un documental emitido por Televisión Española y que enganchará desde el principio a aquél o aquella que sienta curiosidad por la temática.
Para encontrar la primera víctima de la obsolescencia programada hay que remontarse hasta 1920, cuando se decidió reducir la vida de las bombillas a menos de 1000 horas; una estrategia -creada para incrementar las ventas- que Thomas E. Edison no pensó cuando lanzó a la venta este producto en 1871. De hecho, se ideó una bombilla de 100000 horas que nunca llegó a comercializarse.
Desde entonces, no importa la vida útil de los productos: «Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios», advertía un periódico estadounidense en 1928. Décadas más tarde, el diseñador industrial Boris Knuf aseguró que sin la obsolescencia programada no existirían los centros comerciales, pues «todos los trabajos desaparecerían». Y bajo mi criterio, tenía razón. Es difícil garantizar la viabilidad de la economía sin este proceso; o si no, ¿qué ganancias obtendría un vendedor de televisiones o lavadoras si duraran más de 10 años como ocurría otrora?
Sin embargo, hay sociedades que sobrevivieron a la Obsolescencia Programada a lo largo del siglo XX. La economía Comunista, ineficiente y sin muchos recursos, no estaba basada en el libre mercado, sino que era planificada por el estado. En este contexto, la Obsolescencia Programada no tenía sentido. «En la antigua Alemania del este, existían normas que dictaban que las lavadoras y las neveras debían durar 25 años», comenta la narradora del documental.
Pero en Occidente existía la convicción de que el crecimiento era el santo grial de la economía; el consumo tenía que crecer sin límites y aunque pudiera suponer frustrante para los ingenieros diseñar un producto peor que el existente, era una máxima que se debía de cumplir. Así ocurrió con las medias de nylon, diseñadas en 1940 que por su resistencia significaba un gran progreso para la mujer. Pero los fabricantes, necesitados de beneficios, decidieron crear fibras más frágiles que limitaran la vida útil del producto.
A pesar de estas evidencias, el consumidor no protestó producto del consumismo desenfrenado hasta la era de Internet, gracias al cual ha surgido un grupo de personas dispuestas a luchar contra la Obsolescencia Programada. Es el caso de la abogada Elisabeth Pritzker, que demandó a Apple por la corta duración de la batería del Ipod o de aquellos que estudian cómo alargar la vida de las impresoras diseñadas para fallar (creando un software, reseteando un determinado chip…) ignorando el consejo de los vendedores de comprar otra unidad al más mínimo fallo.

Pero quizás, las personas más afectadas son las que tienen que convivir con los residuos tecnológicos. Y es que los países desarrollados, con la excusa de calificar a estos productos de segunda mano, abandonan ordenadores estropeados, televisiones viejas o radios inservibles en países como Ghana; causando un gran daño a sus habitantes y al medio ambiente. El mundo ecológico no existe para los negocios.
Son razones suficientes para apoyar el cambio de mentalidad y paradigma que muchos intelectuales plantean desde hace años bajo el nombre de «Decrecimiento», un término provocador que intenta romper con el discurso del crecimiento viable, infinito y sostenible para reducir nuestra huella ecológica, el despilfarro, la sobreproducción y el sobreconsumo.
Las premisas del decrecimiento renacen la visión de Ghandi, el humanismo personificado: «El mundo es lo suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero siempre será demasiado pequeño para la avaricia de algunos”.
Una vez entendida la Obsolescencia Programada y su relación con la apatía y conformismo de los españoles y muchos europeos ante la situación actual, cabe preguntarse si noticias como esta (publicada el pasado 13 de marzo en El País): «Decenas de miles de jóvenes marchan contra la precariedad en Portugal. La movilización de la ‘generación desesperada‘ es la mayor desde 1974″ o reflexiones como esta suponen el inicio de algo más que murmullos y vagos comentarios.
La decisión final, como sucedió en Túnez o Egipto, está en nuestras manos. En el pueblo.