5:55 de la mañana. Pedrafita do Cebreiro (Lugo). Después de un largo viaje desde Madrid, siete personas (dos valencianos, dos mexicanos, dos madrileños y una malagueña) inician su peregrinación al Camino de Santiago bajo un ambiente gélido y neblino. La noche está cerrada y los más jóvenes, dos estudiantes inconscientes y avivados que planificaron el viaje el día anterior, tienen el reto de recorrer más de 160 kilómetros en 5 días; una locura. Pero qué importa, ellos están fuertes y los primeros cuatro kilómetros que conducen a la salida de la primera etapa los hacen en un santiamén. Por entonces, pesan más las ilusiones y las expectativas que la propia mochila, la cual no puede superar el 10% del peso del peregrino, primera regla.

Rumbo a Triacastela, primera etapa

Pero la expedición requiere de un líder y Juan José, un valenciano a punto de jubilarse, toma el mando. Horas después nos dijo que, junto a su esposa, llevaban cuatro años haciendo el Camino de Santiago por el Norte para llegar en año Santo y que la satisfacción de ir en grupo desde el inicio era mutua. Ellos también estaban desorientados y como delfines, buscaban una manada para unir fuerzas.

Estamos a 21.1 kilómetros de Triacastela, nuestro primer objetivo, y de momento, sólo trabajan las piernas. No hay tiempo para reflexionar. Nos dejamos guiar por las famosas flechas amarillas que nos acompañarán hasta la Catedral Santiago y por la dulce y extraña sensación de no saber lo que te espera en los siguientes 100 metros.

Cuando veo pueblos como Liñares u Hospital da Condesa, donde la epidemia de la tecnología aún no ha llegado, me pregunto por su futuro y deseo haber conocido sus calles 50 años atrás. Casas abandonadas de pizarra, parroquias prerrománicas y contados vecinos y animales intentan dar vida a un enclenque territorio. Bajo mi criterio, pueblos como éstos tendrían que ser reconvertidos en un museo que, como cualquier monumento antiguo, necesitará ser remodelado y cuidado para que futuras generaciones conozcan de primera mano cómo se vivía allí, el esplendor de la naturaleza y la magia del espacio rural.Pedrafita do cebreiro

Después de llegar a Triacastela comienza el Camino del Albergue, una verdadera Odisea en año Xacobeo. Y es que los públicos ya no son gratuitos (cuestan cinco euros) y los privados oscilan entre 9 y 10 euros. A las 14:00 horas la mayoría ya están llenos ya sea porque los peregrinos han llegado antes que tú o reservaron por teléfono, pero la suerte nos sonríe para hacernos con las últimas dos plazas. Edu, mi compañero de viaje me dice que «para disfrutar a veces hay que sufrir». Tiene toda la razón. Es cierto que tomar el sol en la playa con una piña colada sienta muy bien, pero comparado con unas chanclas y un banco en el centro del pueblo tras un largo día de insomnio y kilómetros recorridos, resulta irrisorio.

Antes de cenar un caldo gallego para reponer energías y entrar en calor nos encontramos con un panel en el que se observa un escrito de Joseph Rudyard Kipling, escritor y poeta británico nacido en la India. Entre sus frases, destaco dos que resumen los sentimientos de un peregrino bisoño: «Tarde o temprano el hombre que gana es aquél que creé que puede hacerlo» […] «Piensa en grande y tus hechos crecerán». La ambición, el amor propio y la fuerza de la voluntad son tan o más importantes que la condición física y es de lo que tuvimos que tirar, junto con las barritas energéticas de Decathlon, para hacer 42 kilómetros el segundo día (siendo la media de 25).

En algún lugar de Galicia

Así que tuvimos que juntar dos etapas. La primera se presentó sencilla. Los 18.1 kilómetros hasta Sarria sirvieron para adaptarme con el mejor apoyo del viaje (además de mi amigo): un palo poco resistente que sin embargo duró hasta la estación de tren de Santiago, donde lo rompí al jugar a los samuráis. Durante el trayecto charlamos sobre el narcotráfico, el turismo, la gastronomía y la música con los mexicanos, y sobre las lenguas de España, la tauromaquia y nuestros proyectos en Londres con los valencianos. Todo mientras intercambiábamos canciones y palabras de ánimo con los peregrinos, la más famosa: «Buen camino». También hubo tiempo de perderse, algo que siempre ocurre y que nos adelantó un voluntario de la Asociación de Amigos de los Caminos de Santiago de Madrid (Calle de las Carretas, 14), lugar donde se recoge la credencial, aunque también se puede solicitar en Galicia.

Después de comer en Sarria, donde muchos peregrinos inician su viaje para completar como mínimo los 100 kilómetros necesarios para obtener la compostelana quedaban 22.4 kilómetros hasta Puerto Marín. La mayor parte de los viajeros ya descansaban en sus albergues y nosotros tuvimos que llamar siete veces por teléfono para reservar dos camas en nuestro destino. Otro punto importante del Camino es que siempre encontrarás un sitio donde dormir, ya sea en un albergue público, privado, un hostal o los polideportivos que suelen abrir a las 19:00 horas. Sin duda han sido los 23 kilómetros más largos de mi vida pues la etapa impedía llevar un ritmo constante y a las 15:00 horas hacía más de 30 grados. Una lesión en el abductor impidió que disfrutara con plenitud del atardecer del Miño, un río ancho y bello, la entrada a Puerto Marín. No sé si fue por el cansancio acumulado o la alegría de estar sentado durante más de diez minutos, pero aquí degusté el mejor filete de pollo con patatas que he probado en mi vida. Esa noche no hubo tiempo, ni ganas ni fuerzas de visitar el pueblo, la cama y un conjunto de cuatro cremas (Dove, vaselina para los pies, Halibut y Voltarén Emulgen) nos esperaban. El tercer día se presentaba más sencillo, aunque imploramos al apóstol para no despertarnos con agujetas y ampollas. Nos hizo caso.

A 100 kilómetros de Santiago

El tercer día lo denominaría operación salida. Es domingo y mucha gente se aventura a hacer el Camino o simplemente una etapa. Otros, perdiendo el encanto de este viaje, pagan tres euros a una empresa para que trasladen sus mochilas a su destino. Vamos a Palas de Rei y nos esperan 25 kilómetros por un recorrido que, a diferencia de los anteriores, no aporta mucho. Si acaso los extensos y hermosos campos de trigo y maíz en los que puedes rememorar la escena de Gladiator, donde Russell Crowe sueña que vuelve junto a su familia a Hispania. Una vez que llegamos al albergue público de Palas de Rei nos permitimos el lujo de ir a la piscina. «Eso aliviará nuestros pies», pensamos. Cometimos un grave error, pues el agua fría ablandece las heridas, ampollas y rozaduras. Así nos lo hicieron entender otros peregrinos más expertos. Tuvimos tiempo de volver a la realidad, ver las noticias, leer el Marca y acudir a una exposición del Opus Dei, donde nos sellaron la credencial y charlamos con dos jubiladas ansiosas de diálogo sobre la religión. Ellas dieron por hecho que nuestra peregrinación tenía una connotación religiosa, aunque les aclaré que afrontaba esta experiencia como un reto, como un libro que leer para seguir aprendiendo.

Quedan dos días para llegar a Santiago y nos vemos bien. Arzúa nos espera a 28.8 kilómetros. Edu me dice: «Mire donde mire no veo a nadie mejor que nosotros». En mitad de la ruta paramos en Melide, donde dicen que está el mejor pulpo de Galicia. No lo probé, pero comí con los ojos cada calle y monumento con el sonido de las gaitas y una Estrella Galicia en las manos. El pueblo está en fiestas y dos de sus conciudadanos, ya jubilados, nos aconsejan reposar aquí, pues «hay muy buenas mozas». Pero el deber nos llama y seguimos caminado hasta que nos encontramos con un quiosco sin dependiente. En él ofrecen plátanos, frambuesas y otros productos a cambio de un precio fijo que se tiene que depositar en una caja. «Esto es el espíritu del peregrino» dice una mujer.

Quiosco sin dependiente

Un quiosco sin dependiente. El espíritu del peregrino

Una vez en Arzúa, viví uno de los momentos más frustrantes de mi vida. A 35 kilómetros de Santiago los gemelos dijeron basta, se sobrecargaron, el esguince que me hice en un pie al apoyarlo mal kilómetros atrás reapareció y los ligamentos y las ampollas se unieron a la fiesta. Total, en urgencias me aconsejaron Ibuprofeno cada ocho horas y tres días de reposo. Cocinamos espaguetis, dormí con un matrimonio danés y jugué la mejor partida de parchís de mi vida con mi compañero, Edu. Al día siguiente, aún dolorido, pensé entre forzar y coger un autobús. Teniendo otro viaje por delante y mi futuro más próximo en Londres, escogí con éxito la segunda opción y paramos en el Monte Gozo, a 7 kilómetros de Santiago, donde nos encontramos veinte euros, vimos la ciudad de lejos por primera vez y emprendimos el último trayecto para culminar el quinto día del viaje.

Monte del Gozo

Santiago. Ver la Catedral como peregrino es especial, único e irrepetible. Su fachada barroca, aunque sucia y antigua, es hermosa. Hace un día estupendo (no nos llovió en todo el viaje) y después de pasear por sus calles vamos a la Oficina del Peregrino para obtener el último sello, entregar la credencial y recoger la Compostelana. Hay dos, una religiosa, escrita en latín y por la que te liberas de tus pecados, y otra no religiosa, la que yo pedí y que dice así: «La S.A.M.J Catedral de Santiago de Compostela le expresa su bienvenida cordial a la Jumba Apostólica de Santiago el Mayor; y desea que el Santo Apóstol le conceda, con abundancia, las gracias de la Peregrinación. Santiago, 17 de Agosto de 2010. A Diego Ochoa de Alda Gutiérrez. En total, recorrimos más de 130 kilómetros andando y 28 en autobús. El único punto negativo del día fue que no pudimos abrazar al Apóstol, pues los turistas, los habitantes y los peregrinos tienen que hacer la misma cola para entrar (algo que no entiendo ni comparto). Así termina un viaje en el que aprendí arte (a medida que andábamos había una evolución desde el prerrománico al barroco y neoclásico), disfruté de la Galicia más profunda y rural al principio de la peregrinación y descubrí que a los gallegos les cuesta sonreír, entre otras cosas.

En la Catedral de Santiago

No me arrepiento de nada. Me prometí hacer de nuevo el Camino de Santiago, esta vez mejor planificado y desde Francia, la ruta más bella según los peregrinos. Y es que los experimentos se pueden repetir, pero las experiencias son irrepetibles. ¡Buen camino!