Hace mucho tiempo que no escribo para mi. O para los demás de la forma en la que solía hacerlo en este blog. Me siento torpe y me cuesta encontrar las palabras. No sé si es por el estilo de vida frenético y absurdo en el que vivimos, que está destruyendo nuestra capacidad de atención o al impacto que tuvo todo lo relacionado con el covid-19. Como me comentó una compañera de trabajo hace poco, “está apunto de terminar 2023 cuando me quedé en diciembre de 2019”. 

Y no es algo en lo que me pueda ayudar la inteligencia artificial. Escribir es como leer. Si lo vas dejando, cuesta coger la rutina de leer 15 o 20 páginas seguidas, sin distracciones y entendiendo el contexto del que se habla. Ponerse a escribir, si es algo personal, es intentar encontrar la combinación perfecta entre la coherencia y los sentimientos para que todo tenga un sentido.

Así que tiraré de ayuda. Al menos para empezar. No de Chat GPT, sino de algo que ya tenga escrito o guardado. Y después, empezaré a asociar cosas, que es lo que siempre me ha servido a la hora de crear artículos en este blog. “Porque la creatividad no es algo nuevo que haya surgido en mi cerebro. Es una nueva asociación entre cosas que ya estaban ahí” (“El valor de la atención”, Johann Hari).

Intenté vivir pero me distraje

Mientras leía este libro que descubrí en una entrevista de El Confidencial y experimentaba esa extraña y frustrante sensación de no poder leer con profundidad varias páginas seguidas, me encontré con una frase: “El lema de nuestra vida es intenté vivir pero me distraje”. 

Vivimos rodeados de distracciones y del miedo a estar perdiéndonos cosas, mejor conocido como FOMO (del inglés fear of missing out). Por un lado, las personas más inteligentes del mundo han diseñado una serie de aplicaciones (en especial Whatsapp y las redes sociales, que de “gratis” no tienen nada), para captar al máximo nuestra atención, manteniendo un estado de hipervigilancia constante; lo que hace que vivamos en una rueda de comprobación continua de notificaciones, mensajes y contenido. 

Pero esto no es algo que haya pasado de la noche a la mañana. Me sorprendió saber que en 2002 se celebró un curso en la Universidad de Stanford conocido como el “Laboratorio de tecnologías persuasivas” en el que científicos, y futuros millonarios, se dedicaban a buscar la manera de diseñar tecnologías que pudieran cambiar nuestro comportamiento sin que nosotros supiéramos siquiera que estaba siendo modificado. “Imagina que yo fuera capaz de predecir todos tus movimientos en una partida de ajedrez antes de que los ejecutaras. Para mi sería una nimiedad dominarte. Pues eso es lo que ocurre a escala humana”, comenta Hari en el libro.

Esto hace que nos estemos volviendo menos racionales, menos inteligentes y menos centrados. O al menos a mi me está pasando. Lo que me lleva al siguiente punto: el FOMO. Para hablar de esta epidemia, me voy a apoyar en un espléndido artículo de Héctor García Barnés publicado también en El Confidencial: “Vivimos instalados en el FOMO continuo. Por cada decisión que tomamos, nos vemos obligados a descartar el resto del universo, y por ello, aspiramos a hacerlo todo al mismo tiempo. Hacerse viejo, sin embargo, consiste en darse cuenta de que todo importa menos de lo que parece, que nuestra vida es mucho más arbitraria de lo que estaríamos dispuestos a aceptar”. 

A mis 36 años, creo que ya me estoy volviendo viejo. O me quiero volver viejo para que de verdad todo importe menos de lo que parece. Como recoge el libro “Elogio de la lentitud” de Carl Honoré, “Menos es más. El tiempo desocupado no es un vacío que debe llenarse. Es lo que permite reordenar de una manera creativa las demás cosas que están en tu mente. No hacer nada, ser lento, es una parte esencial del buen pensamiento”.

Entre la curiosidad y la autoexplotación

Ante este tornado de estimulación mental en el que vivimos, necesitamos un cambio sistemático a gran escala como ya se ha dado en otras situaciones para defender, por ejemplo, los derechos de los trabajadores o los derechos de las mujeres. 

Podemos hacerlo. Pero estamos demasiado distraídos y autoexplotados para ello. Por eso, los cambios individuales deberían ser la primera línea de defensa para resistir esa parte de nuestro interior que sucumbe a las distracciones y la vida acelerada. 

Ese artículo de “Los 10 destinos europeos más bonitos para viajar barato”; esa cafetería de Madrid que te guardaste para ir porque un amigo subió una foto con un café súper apetecible; esas páginas de planes como “Time out” o “Madrid Secreto” para consultar cada semana los mejores planes del fin de semana; ese post de LinkedIn que te guardas para consultar más adelante sobre “15 potentes prompts para #ChatGPT que te ahorrarán 15 horas a la semana”; esa palabra en inglés que te apuntas en tu bloc de notas para aprender y sentirte menos culpable por tu nivel de inglés.

Basta. Tiene que haber un límite entre la curiosidad y la hiperproductividad, la autoexplotación o la imposibilidad de descansar sin culpa. Como dice este artículo de El Diario: “La línea cada vez más difusa entre los momentos de ocio y de trabajo, la presión social o la sobrecarga laboral socavan el bienestar y la posibilidad de desconexión”. 

Buscar el flujo

Mi cambio individual ha sido proponerme controlar en la medida de lo posible esa horrible sensación de que nunca es suficiente y de que me cuesta mucho no perder la atención. Quitarme la mayoría de las notificaciones del móvil, reducir el uso de redes sociales a nivel personal, cambiar el móvil por un despertador en la mesita de la habitación (eso último aún no lo he conseguido). Pero aviso. Un detox digital, como dice Johann Hari, no “es la solución al problema por la misma razón por la que llevar máscara antigas dos días a la semana en exteriores no es la respuesta a la contaminación”. 

Las distracciones, el FOMO y la multitarea deben ser sustituidas por dos cosas. Primero por “fuentes de flujo”. Un concepto del que ya hablé en uno de mis artículos preferidos de Lagunas del Periodismo “Cambio de Paradigma” (2011), acuñado por el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi (como para pronunciarlo) y que hace referencia a cuando estás tan absorto en una tarea que pierdes todo sentido de tu entorno. La noción del tiempo

Una manera de cultivar los recursos interiores de la lentitud y buscar el flujo es dedicar tiempo a actividades que plantean un reto a la aceleración: la meditación, la labor de punto, la jardinería, el yoga, la pintura, la lectura, pasear, el Chi Kung, etc. En definitiva, son actividades con sentido en las que querer concentrarse y disponer de un espacio para que la mente divague. Evitar la velocidad, la alternancia, los demasiados estímulos, las tecnologías intrusivas, el estrés, el agotamiento, la comida procesada o el aire contaminado. 

Lo sé. No podemos hacerlo todo. Es difícil aplicar eso cuando el litro de aceite está a 10€, tienes un trabajo, una casa y un hijo que mantener o unos padres mayores que necesitan un cuidado constante. Pero aprender a buscar el flujo es más eficaz que castigarse y avergonzarse uno mismo. Para ello, los expertos recomiendan:

  1. Reservar una buena cantidad de tiempo a una sola actividad y sin interrupciones
  2. Elegir una meta que sea significativa para ti
  3. Colocarte al límite de tus habilidades, al borde de tu zona de confort
Mis pinitos como pintor

En mi caso, a mi rutina de deporte, añadí la lectura, la cocina y la pintura. Y muy pronto espero iniciarme en la meditación. Porque disponer de un espacio para que la mente divague es fundamental para volver a conectar con uno mismo. Cuando divagamos sin distracciones, ya sea haciendo alguna de estas actividades, dando un paseo o simplemente tumbado en un sofá, procesamos el pasado, le damos vueltas al sentido del presente e intentamos predecir el futuro. Empezamos a establecer nuevas conexiones con las cosas, lo que con frecuencia genera soluciones a los problemas. 

Reivindicando lo minimalista

No quiero terminar este post sin reivindicar lo que para mi es, junto con las fuentes de flujo, la solución para las distracciones, el FOMO y la multitarea: aplicar el mindfulness a los placeres minimalistas: el olor a café o té, tomarlo despacio; escuchar y ver la lluvia; observar una hoguera; disfrutar del petricor, el olor a tierra mojada; pasear por la naturaleza; observar el amanecer o el atardecer; mirar el cielo estrellado de agosto en busca de una perseida; sentir el sol de invierno tomando un vermut; un abrazo, jugar; una pequeña siesta; un desayuno lento; crear un álbum de fotos de toda la vida; una canción instrumental; una buena conversación…

Divagando.