Comer es un estado de humor. ¿Quién no se ha cabreado alguna vez cuando ha cenado un plato de lombarda o comido un simple (pero nutritivo, eso sí), plato de puré? Por eso, en un nuevo artículo en Lagunas del periodismo, se hablará del placer, del sabor, del gusto, de los colores, del mundo, de la comida.
Aún recuerdo con nostalgia cómo mi profesor de redacción periodística mandó, a unos pipiolos recién llegados al nido de la Facultad Ciencias de la Información, que hicieran un artículo de paella. Sí, sí; han oído bien, un artículo de paella.
Empezaré por algo más simple, la patata. Tuve una profesora de historia en cuarto de carrera que nos solía decir, entusiasmada ella, que la patata alimentó a Europa en los siglos XVIII y XIX creo recordar. «¡Hay que hacer un monumento a la patata!», recitaba. Lógico. Es un alimento muy antiguo, utilizado por los pueblos de América antes de que Colón llegase por error a ella, que contiene una gran cantidad de proteínas, almidón, fibra, calorías y glúcidos. Pero yo soy malo y lo que me chifla son las patatas fritas, el alimento que más engorda según una investigación de la Escuela de Salud Pública de Harvard (EE.UU.).
Además de rebelde, soy exigente y como buen nieto, me he acostumbrado a las insuperables y alegóricas (creo que en el argot gastronómico se tiende a exagerar) patatas fritas de mi abuela, Juliana de la Fuente. La foto que veréis a continuación está colgada, con todos los honores, en la puerta de mi habitación y corresponde a la freidora donde mi yaya sólo, y cuando digo sólo es sólo, cocina patatas fritas para que éstas mantengan su sabor original y no se enrollen con el aroma de las croquetas, empanadillas y demás fritos.

Continúo por donde tendría que haber empezado. El desayuno. Ya he avisado en este blog del poder que tiene el marketing, de cómo nos puede llevar a comprar algo y, lo más preocupante, a habituarnos a algo, que en principio no teníamos pensado. Por eso, la canción de: “Yo soy aquél negrito, del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao…”, ha hecho mucho mal a la sociedad. El Cola Cao, digan lo que digan, se disuelve mal con leche fría y sabe raro. Para mí, dos cucharadas de Nesquik en un vaso de leche refrigerada (suelo comprar la de Puleva) resulta algo memorable, un placer que los dioses griegos degustaban en sus banquetes. Eso sin contar el sentimiento que produce rebañar el chocolate mezclado con las últimas gotas de leche del vaso u ojo, nuestro campanito preferido de cereales. Bueno, bueno, bueno.

Sin abandonar las comidas refrescantes, el Real Madrid tendría que hacer un partido de homenaje al Calippo de lima limón o si acaso, crear, como competencia del ayuntamiento de Madrid, una escultura al lado del oso del madroño con la figura de este helado.

Vale que a veces es complicado de ingerir, pues el recipiente se suele deshacer y acabamos con las manos pringosas, pero ese sabor a lima en verano, mientras vemos “Aquí no hay quién viva” en Antena 3 neox tumbados en el sillón tras una jornada dura de trabajo, eso sí que no tiene oro (la frasecita de precio y mastercard me aburre).
Para ir terminando esta carta de restaurante, hace poco se intentó crear un himno para la selección española de fútbol. Por mi parte, crearía uno para las judías de caramelo (en inglés jelly bean). Me refiero a las judías de toda la vida (blancas, acules, rojas, verdes, amarillas y azules) y no a las nuevas con sabores exóticos que han salido al mercado. Tuve la oportunidad de cerrar los ojos mientras observaba una película del calibre “El origen del planeta de los simios”. Y no por qué me diera miedo (que también) sino para concentrarme en ese bienestar que produce masticar cada judía de caramelo. Se merecen un best seller o una tertulia en Intereconomía, porque todos se pondrían de acuerdo.

Tras este texto escrito con vehemencia en apenas unos minutos, como dice el refrán, “para gustos los colores” así que, como buen amante de la comida, me encantaría saber cuál o cuáles son vuestros tesoros gastronómicos. Yo podría decir más, como la tarta de frambuesa del Vips o un bocadillo de jamón ibérico con aceite y tomate en una chapata con una coca cola light. Pero ahora os toca a vosotros. ¡Buen provecho laguneros!
Uffff es difícil pero un buen solomillo de ternera a la pimienta no está del todo mal. Otra comida excelente y que mi paladar no recuerda es el bocata de jamón de los sábados en la Merce y no puedo expresar más jeje.Un saludo
Para mí, no hay nada mejor que sentarse en el sofá por la noche, con la luz apagada, y saborear un buen zumo de naranja natural con azúcar, bien fresquito… y en segundo lugar, unas buenas tortitas caseras con chocolate y nata, acompañadas de un batido de fresa bien frío, mmmmmm, una delicia.
Diego, te voy a dar una respuesta que esperas y otra que no esperas. La primera: romper con la lengua la base de la yema de un huevo frito de corral, comido de un solo bocado. La segunda: unas galletas de mantequilla francesas mojadas en leche caliente después de cenar, cuando en la calle hace -4º. ¿Con cuál te quedas?
Ese bocata de jamón de 5 euros era histórico josico, sobre todo acompañado de una buena canción jeje.
Laura, comparto contigo el placer que supone beber un zumo natural. ¡En Marruecos me bebía 6 al día!
Y Héctor, lo de que comer es un estado de humor, se confirma también en tu caso. El que se rompiera la yema del huevo en la cafetería de la universidad te fastidiaba el día. La segunda opción tengo que probarla, aunque degustamos, como bien sabes, dos galletas con dos minicafés en una cafetería muy especial de Lille, donde intercambiamos conocimientos empresariales en nuestros respectivos segundos idiomas jeje.
me encantan vuestros comentarios (nunca mejor dicho). Gracias!
Pues a mí lo que me ponen son los bocadillos de nocilla y de mortadela. ¡Hala!